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-¡Churrigueresco! -repitió-; ¡da náuseas! -y se vio claramente
que las sentía.
-¡Churrigueresco! -pudo decir otra vez.
-¡Rococó! -concluyó Obdulia.
En aquel momento el Arcipreste se inclinaba para saludarla
como si fuera a besarle las botas color bronce.
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Leopoldo Alas, «Clarín»
Salieron a la calle todos juntos.
Don Saturno se apresuró a despedirse. De sus mejillas brotaba
fuego. Iba a cuerpo y tenía mucho frío. El viento caliente le sabía
a cierzo.
-¡Temo una pulmonía! -dijo, mientras escapaba abrochándose
la levita por la cintura.
Necesitaba saborear a solas las emociones de aquella tarde.
«Amaba y creía ser amado».
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La Regenta
Capítulo III
Aquella tarde hablaron la Regenta y el Magistral en el paseo.
El Arcipreste procuró que se encontraran y por su confianza con
la Regenta facilitó la entrevista.
Pocas veces habían cruzado la palabra la hermosa dama y el
Provisor, y nunca había pasado la conversación de los lugares
comunes a que obliga el trato social.
Doña Ana Ozores no era de ninguna cofradía. Pagaba una
cuota mensual en las Escuelas Dominicales, pero no asistía a las
lecciones ni a las conferencias; vivía lejos del círculo en que el
Provisor reinaba. Éste visitaba poco a las personas que no podían
o no querían servirle en sus planes de propaganda. Cuando el
señor don Víctor Quintanar era Regente de Vetusta, el Magistral
le visitaba en todas las solemnidades en que exigían este acto de
cortesía las costumbres del pueblo; estas visitas las pagaba con la
exactitud que usaba en estos asuntos el señor Quintanar, el más
cumplido caballero de la ciudad, después de Bermúdez. Los
cumplimientos del Magistral fueron escaseando, sin saber por
qué, cuando se jubiló don Víctor, y por fin cesaron las visitas.
Don Víctor y don Fermín se hablaban algunas veces en la calle,
en el Espolón; se saludaban siempre con la mayor amabilidad. Se
estimaban mutuamente. Las calumnias con que la maledicencia
perseguía a De Pas tenían un aislador en don Víctor; por su
conducto no se propagaban, y aun tomaba a su cargo deshacer su
perniciosa influencia. Doña Ana jamás había hablado a solas con
el Magistral, y después que cesaron las visitas apenas volvió a
verle de cerca. A lo menos ella no lo recordaba. Don Cayetano,
que sabía esto, hizo un simulacro de presentación diplomática en
el tono jocoserio que nunca abandonaba. Ellos, la Regenta y el
Magistral, habían hablado poco; todo casi se lo había dicho
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Leopoldo Alas, «Clarín»
Ripamilán y lo demás Visitación, que acompañaba a la de
Quintanar. Doña Ana volvió pronto a su casa. Se recogió
temprano aquella noche.
De la breve conversación de la tarde no recordaba más que
esto: que al día siguiente, después del coro, el Magistral la
esperaba en su capilla. Le había indicado, aunque por medio de
indirectas, que convenía, al mudar de confesor, hacer confesión
general.
Había hablado con mucha afabilidad, con voz meliflua, pero
poco, con cierto tono frío, y algo distraído al parecer. No le había
visto los ojos. No le había visto más que los párpados, cargados
de carne blanca. Debajo de las pestañas asomaba un brillo
singular.
Cerca del lecho, arrodillada, rezó algunos minutos la Regenta.
Después se sentó en una mecedora junto a su tocador, en el
gabinete, lejos del lecho por no caer en la tentación de acostarse,
y leyó un cuarto de hora un libro devoto en que se trataba del
sacramento de la penitencia en preguntas y respuestas. No daba
vuelta a las hojas. Dejó de leer. Su mirada estaba fija en unas
palabras que decían: Si comió carne...
Mentalmente y como por máquina repetía estas tres voces, que
para ella habían perdido todo significado; las repetía como si
fueran de un idioma desconocido.
Después, saliendo de no sabía qué pozo negro su pensamiento,
atendió a lo que leía. Dejó el libro sobre el tocador y cruzó las
manos sobre las rodillas. Su abundante cabellera, de un castaño
no muy oscuro, caía en ondas sobre la espalda y llegaba hasta el
asiento de la mecedora, por delante le cubría el regazo; entre los
dedos cruzados se habían enredado algunos cabellos. Sintió un
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La Regenta
escalofrío y se sorprendió con los dientes apretados hasta causarle
un dolor sordo. Pasó una mano por la frente; se tomó el pulso, y
después se puso los dedos de ambas manos delante de los ojos.
Era aquélla su manera de experimentar si se le iba o no la vista.
Quedó tranquila. No era nada. Lo mejor sería no pensar en ello.
«¡Confesión general!» Sí, esto había dado a entender aquel
señor sacerdote. Aquel libro no servía para tanto. Mejor era
acostarse. El examen de conciencia de sus pecados de la
temporada lo tenía hecho desde la víspera. El examen para aquella
confesión general podía hacerlo acostada. Entró en la alcoba. Era [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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