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los medios, se ha rebuscado en las leyes y en las costumbres, se ha utilizado el falso testimonio, la
falsificación de escrituras, incluso el crimen y aunque se tiene por cuñado al rey, todavía no se ha
conseguido la victoria, ¿no hay motivo, ciertos días, para desesperar?
Cambiando de actitud, Beatriz fue a arrodillarse delante de Roberto, zalamera, sumisa y
cariñosa, como si quisiera a la vez consolar y acurrucarse.
-¿Cuándo me llevará a su palacio mi gentil señor Roberto? ¿Cuando me hará dama de
compañía de su condesa, como me prometió? ¡Considera cuan hermoso sería eso! Siempre cerca de
ti, me podrías llamar cuando quisieras... y yo estaría allí para servirte y velar por ti mejor que nadie.
¿Cuándo?
-Cuando gane mi proceso -respondió, como cada vez que ella le hacía esta pregunta.
-Al paso que va ese proceso, tendré que esperar a tener los cabellos blancos.
-Cuando se celebre el juicio, si prefieres. Ya está dicho, y Roberto de Artois no tiene más
que una palabra. ¡Pero paciencia, que diablos!
Lamentaba haberla engatusado en otro tiempo con tal promesa; pero ahora estaba
firmemente decidido a no cumplirla. ¿Beatriz en el palacio de Beaumont? ¡Que trastorno, que fatiga
y que fuente de enojos!
Beatriz se levantó y acercó las manos al fuego de turba que quemaba en la chimenea.
-Me parece que ya he tenido bastante paciencia -dijo sin levantar la voz-. Primero debía ser
después de la muerte de la señora Mahaut; luego después de la muerte de la señora Juana la Viuda.
Las dos han muerto, y pronto se cantará en la iglesia el final del año... Tú no quieres que entre en tu
casa. Una puta arrastrada como la Divion, que fue amante de mi tío y que te fabricó tan buenos
documentos que hasta un ciego hubiera visto que eran falsos, tiene derecho a vivir en tu casa, a
pavonearse en tu corte...
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Librodot
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Librodot Los reyes malditos VI - La flor de lis y el león Maurice Druon
-Deja a la Divion. Bien sabes que a esa estúpida embustera solo la conservo por prudencia.
Beatriz sonrió ligeramente. ¡Prudencia!... Con la Divion era necesario tener prudencia
porque había arreglado algunos sellos. Pero de ella, de Beatriz, que había enviado a la tumba a dos
princesas, no se temía nada y se le podía pagar con la ingratitud.
-¡Vamos! No te quejes -dijo Roberto-. Tú tienes lo mejor de mí. Si estuvieras en mi casa,
seguramente te podría ver menos y con menos tranquilidad.
Muy orgulloso estaba monseñor Roberto de si mismo, y hablaba de sus visitas como si
fueran sublimes regalos que se dignaba conceder.
-Si tengo lo mejor de tí, no tardes en dármelo -dijo Beatriz-. El lecho está dispuesto.
Y mostraba la puerta abierta del dormitorio.
-No, mi pequeña amiga; ahora debo volver a palacio y ver al rey en secreto para rebatir a la
duquesa de Borgoña.
-Sí, es verdad, la duquesa de Borgoña... -repitió Beatriz moviendo la cabeza con gesto de
comprensión-. Entonces, ¿es mañana cuando puedo esperar lo mejor?
-¡Ay!, mañana tengo que partir para Conches y Beaumont.
-¿Te quedarás allí?
-Muy poco. Dos semanas.
-¿No estarás aquí para la fiesta de Año Nuevo? -preguntó.
-No, mi bella gata; pero te regalaré un collar de piedras preciosas para que te engalanes.
-Me lo pondré para deslumbrar a mis criados, ya que son las únicas personas que veo...
Roberto hubiera debido desconfiar. Hay días funestos. En la audiencia, ese 14 de diciembre,
sus documentos habían sido rechazados tan firmemente por el duque y la duquesa de Borgoña, que
Felipe VI había fruncido el entrecejo y había mirado a su cuñado con inquietud. Hubiera sido
ocasión ésta de mostrarse más atento, no herir, sobre todo ese día, a una mujer como Beatriz, no
dejarla, por dos semanas, insatisfecha afectiva y físicamente. Roberto se levantó.
-¿Va la Divion en tu séquito?
-Sí, mi esposa lo ha decidido así.
Una ráfaga de odio levantó el hermoso pecho de Beatriz, y sus ojos brillaron sombríos.
-Entonces, monseñor Roberto, te esperaré como una sirvienta amante y fiel -dijo mientras
acercaba su rostro sonriente.
Roberto besó maquinalmente la mejilla de Beatriz. Le puso su pesada mano en la cadera, la
retuvo un momento y le dio una palmadita displicente. No, decididamente, ya no la deseaba; y eso
era para ella la peor ofensa.
V. Conches.
Aquel año el invierno fue relativamente suave.
Antes de despuntar el día, Lormet de Dolois iba a despertar a Roberto, quien lanzaba varios
bostezos de fiera, se mojaba un poco la cara en la bacía que le presentaba Gillet de Nelle, y se ponía
el traje de caza, de cuero y forrado de pieles, el único que le gustaba llevar. Luego iba a oír misa en
su capilla; el capellán tenía orden de despachar los rezos, evangelio y comunión en pocos minutos.
Roberto daba golpecitos con el pie si el capellán se retrasaba un poco, y aún no estaba guardado el
copón, cuando Roberto ya había pasado la puerta.
Tomaba una taza de caldo caliente, dos alas de capón o un trozo de cerdo, con un buen vaso
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